Cuando vi el nombre de los santos del día se me puso una carita de tul ilusión, enseguida pensé en la preciosa película de los años 50: Marcelino, Pedro vino, o Marcelino, pan y vino.
De esas películas que desatan pasiones, pero divinas pasiones místicas.
Yo intentaba imitar a Marcelino pero a mí ninguna imagen me habló o yo no lo oí, así que tuve que pensar en imitar a el Viti, torero de éxito. Tuve un resultado sinagogo.
Pues no, estos santos y mártires, perdonad el spoiler, vivieron en Roma desde mediados del siglo III hasta el año de su muerte: 304.
Marcelino era un sacerdote que gozaba de un merecido prestigio en Roma debido a su santo ejemplo y a que se hacía acompañar en su misión por Pedro, un hombre con la capacidad de expulsar el demonio de los cuerpos de las endemoniadas. Casi siempre mujeres.
Con un equipo así, unos Starky&Hutch de la evangelización, tenían más tirón que Michael Jordan.
Pedro despertaba tales recelos entre la población que se volvían, endemoniados, contra él.
Denunciado, al juez vicario Severo, de la familia del emperador Septimio, de los más severos de toda la vida, mandó prender a Pedro y enviarlo a prisión castigado porque quitaba trabajo a los dioses paganos.
Su carcelero Artemio tenía una hija que le daba mala vida y que no se la acaban de llevar los demonios y se la encomendó a Pedro a ver si la metía en vereda.
La chiquilla, agraciada jovencita con los ardores infernales propios del paso de la pubertad a la adolescencia, se retorcía endemoniada contra sus padres por tener que vivir con ellos en la cárcel y no poder salir de paseo todas las tardes con sus amigas.
Pedro se dedicó en cuerpo y alma a meterla en cinta, pero sin que fuera embarazoso, y tanto le debió de meter de los placeres paradisíacos que la chiquilla ya no quería ir a ningún lado sino quedarse entre las santas y virtuosas manos de Pedro.
Ante tamaño milagro Artemio, el carcelero, su mujer Cándida y su trabajada hija Paulina se convirtieron al cristianismo.
Y además de ellos muchos otros que estaban en la prisión. Tan es así que Pedro le pidió a Marcelino que viniera a la prisión a catequizar y bautizar a los nuevos creyentes. Así lo hizo, pero Severo montó en cólera y los mando traer y delante de ellos desolló vivo al carcelero Artemio para que apostataran pero parece ser que esto del tormento en diferido no es lo más eficaz salvo en casos de familiares directos.
Cansado de torturar, no todo es devoción y alegría como puede parecer en ese oficio, mandó que sepultaran vivos a Artemio y familia y a Marcelino después de un rato de desuello lo llevaron a una cárcel y a Pedro, con el que no se atrevía, a otra de máxima seguridad.
Un Ángel fue a curar a Marcelino y quitarle las cadenas y lo trasladó a la celda de Pedro en la otra cárcel al que también desencadenó. Pero no consiguió panerles a salvo.
Y digo yo don Ángel, no consta el nombre, supongo que él mismo querría echar tierra sobre el asunto, ¿no podías haberlos sacado de allí ya de puestos?.
Severo se volvió a enterar, mucho espía o chivato en todas partes, y decidió que los decapitaron a los dos, pero de tapadillo que eran muy populares y a saber de qué eran capaces.
Pidió juramento de silencio a la guardia que se los llevó fuera de Roma a una zona llamada Selva Negra, pero no la de las tartas, otra, y que los decapitaran y enterraran sin que se supiera dónde para evitar santuarios, ermitas, restos y reliquias.
Tuvieron que limpiar y cavar el terreno ellos mismos y esa pulcritud y esmero impresionaron al verdugo de tal manera que se convirtió al cristianismo, aunque se abstuvo de comentarlo voz en cuello, temiendo por el suyo, que ya habría tiempo.
No se sabe si el verdugo o todos los demás que debían guardar secreto lo contaron en cuanto tuvieron ocasión, proverbial el cotilleo romano, el caso es que enseguida se recogieron los restos de los santos Marcelino y Pedro que fueron regalados por el papa Gregorio IV a Carlomagno y se encuentran en un monasterio cerca de Francfort.
Parece que los restos, no ellos, hicieron muchos milagros al cántico de los creyentes:
“Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad nuestros clamores”.
El ripio suena bien en castellano, pero no sé si sonaría igual en latín, griego o germano…
Milagros: muchos de las reliquias, en vida sólo lo de ¡demonios fuera!
Patrones de las cándidas, las histéricas y los sepultureros.